domingo, 10 de mayo de 2009

Grises lágrimas del pasado

ricardo perry guillén

Hace ya muchos años que un tal Miguel D. Coe llegó un buen día a San Lorenzo Tenochtitlán, un pequeño pueblo del municipio de Texistepec, una comunidad indígena situada frente a la isla de Tacamichapan, en las riberas del Coatzacoalcos. Un pueblo que, como otros tantos de estos lugares, fue fundado por hombre y mujeres que llegaron río abajo, de Jáltipan, construido en lo que fuera asiento de una de las grandes ciudades de los antiguos Olmecas.

Coe caminó por el poblado, dio los buenos días por acá, las buenas tardes por allá. Tanteó las cosas y luego hizo trato con los lugareños hasta lograr integrar una cuadrilla de hombres, listos para trabajar en las nuevas excavaciones, los nuevos hallazgos que marcaban para siempre la vida de la comunidad. Ahora, cuando escuchamos la historia de San Lorenzo en boca de sus mayores, la gente recuerda esas marcas, esos sellos que forman el calendario de la vida, los grandes acontecimientos de este pequeño pueblo.

Los hombres trajeron los picos, las palas y caminaron guiados por la aguja del detector que al cabo de un rato empezó a dar señales y esperanzas junto a un recodo del viejo camino. La arena, la arcilla fueron removidas en busca de piedras milenarias, que llegaron hasta acá desde los Tuxtlas, siendo no solo una gran proeza su tallado, también su traslado.

D. Coe sostenía el detector con firmeza y sus manos no temblaban, no evidenciaba el remolino de sensaciones que sostenía su pensamiento. De repente la aguja marcaba todo el extremo, el campo magnético se ensanchaba y por lo mismo dificultaba encontrar dónde el lugar, dónde dar la señal. El alambre de púas confundió dimensiones y D. Coe inmediatamente mando quitarlo. Entonces la señal fue clara y las palas mostraban el entusiasmo de los pobladores, una sensación de que todos estaban armonizados en un mismo acorde, todos cantaban la misma canción de la vida, las palas sonando, la tierra sonaba, el río sonaba, los murmullos de los animales del campo, las risas y los gestos de quienes sabían lo que una gran piedra contenía.

En anteriores descubrimientos, si bien el asombro era ya de por si un gran acontecimiento, se sentía también cierto temor de despertar sueños ya dormidos. Cada piedra marcaba su propio acontecer, sus propias exigencias, sus propias tensiones, algo acontecía, la comunidad se transformaba, una escuela primaria, abrir el camino de terracería o la electrificación a cambio de llevarse lo hallado: el cuestionamiento del presente, de las necesidades, de las carencias ante la vista y la codicia de un tesoro, ante la vista de soldados que llegaban para resguardar la piedra, para resguardar el interés del estado, como si el pasado emergiera para mostrar un sendero por donde el pueblo había de transitar, por ellos mismos, por los otros que desde arriba ordenaban; por las buenas, por las malas.

una
gran
piedra
ovoide
emergió
majestuosa,
un inmenso rostro esculpido
a imagen de un ser desconocido


Los pobladores estaban acostumbrados a los rostros que las piedras mostraban, labios gruesos, amplia sonrisa. La imagen de la piedra que ahora emergía era distinta, sus expresiones mostraban el síntoma de la seriedad y de la tristeza, la piedra tenía hoyos que el tiempo había esculpido dándole a la imagen una expresión de que algo había carcomida sus entrañas, entrañas donde brotaban humedades, lágrimas emergiendo de aquellos ojos que miraban en todas direcciones.

Según las últimas teoría de investigadores de la UNAM las esculturas son grandes fotografías de los señores gobernantes. Las cabezas en su mayoría reflejan sonrisas, hasta parece que nos transmitieras una lejana alegría. Aquella era distinta: ¿Qué sería lo que atormentaba a este ser del pasado para que el dolor de su expresión llegara hasta nuestros días como si el tiempo no hubiese transcurrido, como si estuviese estancado en un mundo sin olvidos?¿Por qué elegir la imagen de la tristeza para perdurar por siglos?, una tristeza que también es nuestra tristeza porque al fin y al cabo venimos de lo mismo.

D. Coe y sus ayudantes registraron en sus libretas anotaciones, dimensiones del ancho, lo alto, imprimieron placas fotográficas, elaboraron mapa del lugar, y cuando acabaron una serie de procedimientos, empezaron nuevamente a verter la tierra, ahora encima de aquel rostro que iba siendo enterrado de nuevo poco a poco, mientras la tarde también poco a poco iba cayendo sobre San Lorenzo.

Los hombres se fueron por donde vinieron, por Xalapa. Hicieron gestiones, hablaron con el gobierno, con la Universidad, hasta lograr el convencimiento y los recursos necesarios para obtener permisos y maquinaria que hiciese posible sacar de aquel sueño casi eterno a la piedra que dormía bajo tierra.

Pasaron varios años hasta que un día un tal Manuel Fierro llegó a la comunidad enviado por el gobierno del estado de Veracruz para tales propósitos. Don Félix Azamar, uno de los viejos jaraneros del lugar, nos cuenta que todo mundo conocía el sitio exacto donde se encontraba la cabeza pues todavía se veía la seña de la tierra removida. Pero no todo fue tan fácil. La cuadrilla de Manuel Fierro pasó ocho días dando paladas, escarbando huecos sin que la piedra apareciera: “Se la tragó la tierra”, decía la gente de Fierro. Y no era posible, pues ¿cómo podía perderse tamaña piedra en un sitio ya marcado?.

Los pobladores se miraban unos con otros, sus ojos brillaban en el reflejo del entendimiento, pues sabían que aquello tenía un significado y sabían también que mientras Fierro no buscara en otros terrenos, en aquellos donde descansa la explicación de la vida, en el paraje del tiempo detenido, bien podía seguir en su afán y nunca hallaría lo que andaba buscando.

Don Félix lo encontró bajo un árbol y, a pesar del ruido de las botas al chocar contra las pequeñas piedras del camino, el hombre no volteó. Su mirada estaba fija a lo lejos buscando el campo de la explicación. De repente su rostro dio vuelta y miró fijamente a Don Félix... su boca dejó caer una pregunta, pregunta que había tardado tanto en pronunciar: ¿Qué debemos hacer, Don Félix?, dijo.

Don Félix se sentó sobre el zacate, tomó un cigarrillo de las manos de Fierro y de sus labios brotó humo y una explicación que aquel hombre escucho con seriedad y sin decir palabra: “Las piedras tienen sus cuidadores, tienen quienes las cuidan” decía Don Félix mientras llamaba a sus compañeros trabajadores, que asentaban con la cabeza cada una de las palabras del hombre: “Si quieres que la piedra aparezca, entonces tenemos que hacer un cumplimiento, debemos tener contentos a los espíritus”.

Fierro no dudo del hombre, escucho atento sus palabras. Luego mandó comprar gallinas, mandó echar tortillas, hacer el guiso, mando traer la cerveza y del más puro aguardiente. Don Félix trajo su jarana, igual sus compañeros jaraneros. Todos comieron y regaron con comida el terreno de la piedra; bebieron y regaron cerveza y aguardiente por el suelo. Comieron, bebieron y cantaron y bailaron y el sitio se llenó de alegría. También los hombres acabaron regados por el suelo de tanto alcohol.

En la mañana los jornaleros llegaron contentos, las palas sonaban rítmicas, los brazos bajaban y subían teniendo la certeza que aquel esfuerzo era ya algo seguro. Y sí, lentamente la piedra fue quedando nuevamente al descubierto.

Pero aquella piedra no era una piedra quieta, cuando intentaban subirla con maquinaria pesada a un gran vehículo, una y otra vez la cabeza se desató, se escurría de los lazos de acero.

En ese entonces el gobernador había decidido hacer el nuevo museo de antropología de la ciudad de Xalapa y era afán tener la pieza como parte de la colección olmeca del recinto. Esa era la orden del gobernador, como las otras tantas órdenes que se dieron para que las piezas de la cultura olmeca halladas en San Lorenzo emigraran por el mundo, dejando a la comunidad en una nueva orfandad: los orígenes dispersos, los rastros perdidos, las huellas en manos desconocidas...

Cuarenta personas del poblado se alistaron para acompañar a la triste piedra hasta Xalapa, darse cuenta con ojos propios donde quedaría esta parte de ellos mismos. Don Félix, uno de los acompañantes, dice que ya en la capital del estado los ojos de la piedra se mojaron, que del hueco de los ojos salieron lágrimas, que la piedra lloraba, que cuantas veces intentaron acomodarla, se zafaba de los lazos, que en una de esas la piedra cayó encima de un cargador y lo mató instantáneamente.

La piedra mostraba su misterio, lloraba y su llanto caía en tierra que no era suya, en tierra desconocida. Hoy todavía, cuando la gente del pueblo va para Xalapa, dicen los que la visitan, que cuando ve a su gente, llora. En el pueblo se dice que la piedra quiere regresar.

El acuerdo público, realizado entre el pueblo de San Lorenzo y el gobierno, en el cual se asienta que la piedra se daría en calidad de préstamo y que al término de diez años se regresaría a la comunidad, se venció hace ya mucho tiempo y no exista documento que permita legalmente su retorno. Los pobladores sienten la tristeza que la piedra refleja en sus rostros y miran sus ojos como un gran espejo en donde ven su pasado milenario acosados por tan inmensa melancolía.